EL NUEVO ENFOQUE PARA REDUCIR EL HOMICIDIO EN AMÉRICA por Dr. Rodrigo Guerrero Velasco
Les compartimos el artículo del Dr. Rodrigo Guerrero publicado en la revista “Scientific American” de Septiembre 17 de 2015. Traducido por Jorge Echeverri y Esteban Ortiz.
Dr.
Rodrigo Guerrero Velasco
Ex
- Alcalde
de Cali
La violencia sigue siendo un
gran problema que agobia la sociedad moderna, con especial incidencia en las grandes
ciudades. Cuando asumí la alcaldía de Santiago de Cali, en 1992, el homicidio
era un fenómeno rampante. Pocas personas veían la muerte como una problemática
asociada al tema de salud, como lo veía yo, tal vez por mi formación profesional
como Ph D. en epidemiología (Harvard School of Public Health). Fue entonces
cuando decidí aplicar el método estadístico utilizado por los expertos en la
materia para identificar las causas del homicidio y para registrar los cambios
socio-políticos que podrían ayudar a explicar el fenómeno.
Al comienzo de mi primer
período como alcalde, la ciudadanía tenía la percepción de que en materia de
homicidios poco o nada podría hacerse, pues la violencia la teníamos los
colombianos incrustada en nuestra información genética; otros escépticos
sostenían que la muerte violenta no iría a disminuir a menos de que se
produjesen profundos cambios socioeconómicos, concretamente en materia de
desempleo y de oportunidades y calidad de la educación, pero a lo largo del
ejercicio de mis funciones pude probar la invalidez de tales argumentos. Desarrollamos
una base de datos epidemiológica referida a los muchos factores sociológicos
que permitían inferir la ocurrencia del homicidio. El ejercicio incluía
aspectos sutiles del comportamiento humano, tales como el prurito de portar
armas en ciertos y determinados lugares, o el hecho de consumir alcohol en
fechas específicas. La valiosa información obtenida nos llevó a la adopción de
normas y medidas con fundamento en datos y no precisamente en ejecución de un
programa de orden político.
El método funcionó. Para
1994, en mi ciudad natal, con una población cercana a los 1.8 millones, el
reporte anual de homicidios marcó un descenso de 124 a 86 por cada 100 mil
habitantes en el lapso de 3 años, transcurridos luego de la cabal
identificación de las causas determinantes y de la subsecuente aplicación de
las medidas por nosotros adoptadas. En Bogotá, nuestra ciudad capital, por
caso, la incidencia favorable pudo conseguirse a lo largo de 9 años de
implementación de nuestros mismos métodos. Y cuando fui elegido por segunda vez
como alcalde de Cali, a finales del 2011, habiendo estado por fuera de la
administración por espacio de casi 18 años, la aplicación de las mismas
tácticas pudo reiterar la merma del homicidio. Podríamos plantear la situación de
la siguiente manera:
Buscando las raíces
Al asumir mi primer período,
hice lo que los epidemiólogos usualmente hacen: plasmar los hechos
protuberantes en un gran mapa que pegué en la pared de mi oficina y empecé a
señalar con puntillas de colores los diversos sectores geográficos de la
ciudad, discriminando la casuística de los hechos de muerte, tales como
homicidio culposo, accidentes de tráfico, violencia intrafamiliar, etc. Tan
pronto se percató del mapa, un periodista curioso tituló su periódico al día
siguiente con “Alcalde Guerrero Pretende Bajar la Violencia con Acupuntura”.
Aún para los más audaces
periodistas, resultaba curioso mirar el homicidio desde un punto de vista
estadístico. Pero para mí tenía sentido: si los métodos epidemiológicos
lograban dar con las causas de las enfermedades físicas, también podrían dar
con el origen de una enfermad de tipo social.
El uso de las estadísticas
resultaba ser de crucial importancia porque Colombia tenía un largo record de
violencia que daba lugar a diversas interpretaciones. Remontándonos a finales
de los 40s, la llamada “Violencia”, esa desalmada lucha por el poder entre los
dos principales partidos políticos, dejó un reguero de 200 mil muertos a lo
largo y ancho de la geografía patria en menos de 10 años. La acción guerrillera
posterior ha persistido por décadas. La tolerancia cultural frente a episodios
violentos era tan marcada cuando tomé posesión del cargo, que hasta los simples
percances entre vecinos o los originados por accidentes de tránsito con
frecuencia terminaban con muertos en la calle, ante una mirada relativamente
indiferente de la ciudadanía. Hacia 1991, Medellín, la segunda ciudad más
grande de Colombia, tenía una tasa anual de homicidios de 380 por cada 100 mil
habitantes, mientras que en Santiago de Chile los guarismos hablaban de una del
2.9.
Mi aproximación epidemiológica
empezó con la definición de violencia según los términos de la Organización
Mundial de la Salud: “El uso de la fuerza con la intención de causar daño o
muerte” definición que, evidentemente, no incluye los accidentes de tránsito ni
la violencia de origen político o psicológico.
A pesar de la obsesión de
los medios por hacer referencia al conflicto interno, sólo el 36% de las
muertes en Colombia en 1991 fueron causadas por las guerrillas, sobre todo en
áreas rurales. Creo que la mafia tenía responsabilidad en el 64 % restante. Al
nosotros investigar el quién, cuándo y dónde de cada muerte en Cali, sin embargo,
encontramos que las víctimas de homicidio y los agresores eran
predominantemente hombres jóvenes desempleados con bajos niveles de educación,
provenientes de los barrios más pobres de la ciudad, con frecuencia involucrados
en disputas de pandillas; encontramos, también, que cerca del 80% de esas
muertes eran provocadas con armas de fuego. Cuando descubrimos que las dos
terceras partes de los homicidios tenían lugar durante los fines de semana,
decidimos investigar los niveles de alcohol en las víctimas, encontrando que
más de la mitad de ellos presentaban síntomas de intoxicación, lo que nos dio
pie para pensar que la desintegración social superaba el tema de las drogas
como factor determinante de la violencia.
El tráfico de drogas
mantenía, obviamente, su incidencia, pero ello no apuntaba a la causa directa
de la mayor parte de homicidios. Al mirar las cifras veíamos que el tráfico de
drogas era para la sociedad lo que el VIH para el cuerpo humano: el virus ataca
los mecanismos de defensa, volviendo el cuerpo vulnerable para otras
enfermedades. De igual manera, los narcotraficantes prefieren atacar a los
agentes de policía y a las instituciones políticas y judiciales, que representan
los mecanismos de defensa de la sociedad. Tales instituciones así debilitadas,
emergieron entonces como factores de riesgo para incentivar la violencia. Valga
decir que la policía sólo lograba identificar el 6% de los homicidas y menos
aún de ese porcentaje era llevado a juicio. También los niños fueron víctimas
de la violencia y el maltrato y el contenido violento alcanzaba sitio
preferencial en los mensajes emitidos por los medios de comunicación. En una
cultura caracterizada por la violencia, la inequidad económica y una deficiente
seguridad pública, la gente mataba y moría, por lo general bajo los efectos del
alcohol, frente a casos tan simples como una disputa por vecinos ruidosos o por
ajuste de deudas de contenido económico.
Cambio de cultura
Nuestro empeño era descubrir
los factores de riesgo que pudiéramos
controlar directamente. Toda vez que las armas de fuego estaban
presentes en la mayor parte de los homicidios y que el alcohol era un convidado
permanente, en noviembre de 1991 decidí cambiar la normatividad vigente relativa
al alcohol y al porte de armas.
En Colombia, las armas de
fuego son fabricadas y vendidas por el Ejército Nacional y por ello mismo las
autoridades militares se oponían insistentemente a la prohibición permanente del
porte de armas con permiso. Pero estuvieron de acuerdo en que se prohibieran en
lugares públicos y en fechas específicas de alto riesgo, que precisamente se
asociaban al consumo del alcohol, tales como la víspera de año nuevo, el Día de
la Madre, así como los días de pago quincenal o mensual, sobre todo cuando coincidían
con un día viernes.
También restringí la venta
de alcohol en lugares públicos después de las 2: am, medida que dimos en
denominar “Ley semi-seca”. Los propietarios de clubes nocturnos opusieron
resistencia y entonces les propuse aplicar la ley por 3 meses y si en ese lapso
las muertes violentas y la criminalidad no mermaba, la echaba para atrás. Y en
sólo dos meses los hospitales reportaron tal magnitud de disminución de
emergencias provocadas por factores de violencia, que la medida debió mantenerse
en el tiempo y la “Ley semi-seca” se quedó por todo el período de mi mandato.
La estrategia epidemiológica
también implica una evaluación permanente. Después de varios meses, encontramos
que cuando la venta de alcohol y los permisos de porte de armas se restringían,
teníamos un 35% de reducción en incidentes de homicidio con relación a aquellos
días de libertad plena, y cuando únicamente se afectaba el porte de armas, los
guarismos marcaban un 14% de reducción fáctica.
Otras intervenciones
incluyeron la adición de nuevas estrategias operativas, tales como el
incremento de pie de fuerza policial en las calles, el mejoramiento de su
equipamiento, cámaras de monitoreo, más y modernos radios y patrullas; y para
apoyar a los agentes comprometidos en este empeño, lanzamos un programa
encaminado a facilitarles formas para la adquisición de vivienda propia, a los agentes
y miembros de la policía judicial se les dieron computadores y capacitación. El
resultado: se mejoró la prevención de la criminalidad y más sujetos sospechosos
fueron capturados y llevados a juicio.
También creamos dos nuevas
Casas de Justicia, operando las 24 horas del día, en aquellos sectores
altamente vulnerables. Antes, este servicio sólo se prestaba en el centro de la
ciudad en horas hábiles. Ello nos permitió reducir sensiblemente la violencia
intrafamiliar, toda vez que las investigaciones comenzaban tan pronto se lograba
certificar por Medicina Legal la ocurrencia de las lesiones personales, con lo
cual se desestimulaba el que las mujeres agredidas pudiesen luego abstenerse de
formular las correspondientes denuncias. Fue entonces cuando lideramos DESEPAZ,
un programa destinado a restaurar la seguridad ciudadana mediante el
mejoramiento de los sistemas de cohesión al interior de aquellos vecindarios particularmente
sensibles en donde a los jóvenes les llegamos a ofrecer mejores oportunidades
de educación, recreación, ingresos y contactos de tipo social. Como parte del
programa, abrimos las Casas de Jóvenes en varias de las comunidades, sitios
donde la gente podía socializar y reunirse en torno de actividades culturales y
deportivas.
Nuestros trabajadores
sociales se enfocaron en la formación de jóvenes involucrados en pandillas en temas
de emprendimiento de pequeños negocios. De hecho, la Administración contrató
con varios de estos nuevos empresarios la compra de adoquines para arreglo de
vías.
Mejorando la comunicación
Más temprano que tarde
comprendimos que al interior de la administración existía un manejo
diferenciado y equívoco de la terminología relacionada. Por ejemplo, en mi
primer Consejo de Seguridad, en julio de 1992, se vio claro que los comandantes
de la policía y los responsables de la investigación criminalística manejaban
diferentes definiciones de homicidio, lo que dificultaba nuestro empeño por
interpretar las causas de muerte. Para solucionar el problema, programé
encuentros semanales que incluían oficiales de policía, autoridades forenses y de
policía judicial, miembros del Instituto de Investigación y Desarrollo en
Prevención de la Violencia y Promoción de la Coexistencia Social (CISALVA) de
la Universidad del Valle, miembros del Gabinete con responsabilidad en
seguridad ciudadana y personal de la oficina municipal de estadísticas. La
información se me entregaba semanalmente tanto a mí como a los comandantes de
la Policía, y en ese mismo lapso adelantábamos los consejos de seguridad, que
se extendieron por todo mi período. Fue así como la información y los datos se
fueron unificando. Incorporamos sesiones de observatorios del crimen u
observatorios sociales y el Cisalva,
ente dedicado precisamente a estudiar la medición y prevención de la violencia,
ha mantenido ese observatorio por espacio de 22 años que, entiendo, es el de más
larga duración en su género en Colombia.
Basados en el análisis
mejorado de los factores de riesgo, comenzamos intervenciones a finales de 1993
y prolongamos el ejercicio hasta culminar mi período, a fines de 1994. Mi
sucesor continuó con el trabajo. La tasa de homicidio cayó en Cali de 124 por
100 mil habitantes en 1994 a 112 en 1995; a 100 en 1996 y a 87 en 1997. Es
difícil saber exactamente cuál fue la incidencia del programa en ese
mejoramiento, pues el gobierno central entró a terciar de manera importante en
el manejo de la lucha contra los carteles de la droga. Pero las evaluaciones en
Cali y Bogotá confirman que la aproximación epidemiológica jugó un rol
importante; y lo creo cierto, al conocer que la decisión de los alcaldes venideros
de levantar las impopulares medidas restrictivas al consumo de alcohol incidió
en que los guarismos de homicidio volvieron a elevarse.
La experiencia de Bogotá es
bien diciente. Cuando Antanas Mockus se convirtió en alcalde, en enero de 1995,
puso en práctica y seguramente mejoró nuestra estrategia. Sus más importantes
intervenciones tácticas consistieron en el incremento del presupuesto de la
Policía, mejorando la formación de los agentes en torno del crimen violento,
desarrollando centros de detención temporal para menores infractores y creando
una subsecretaría de prevención de la violencia. Las intervenciones sociales
incluyeron la reconstrucción de espacios públicos malogrados y triplicar la
inversión en salud y en educación.
Mockus también implementó la
ley semi-seca, las restricciones en el porte de armas de fuego, lo que
rápidamente redujo las tasas de homicidio a los niveles que llegamos a tener en
Cali. En Bogotá, la utilización de la metodología epidemiológica se proyectó
sobre tres consecutivas administraciones, por 9 años, de 1995 al 2003 y en ese lapso las tasas de homicidio
bajaron de 59 por 100 mil habitantes, a sólo 25. Como en Cali, parte de ese
mejoramiento estadístico se debió a cambios operados desde el nivel central.
Nuevas tácticas, 20 años después
Como en Colombia los
alcaldes no pueden ser reelegidos para el período inmediato subsecuente,
después de dejar el cargo dediqué mi tiempo a mostrar cómo la violencia urbana
podía ser controlada y a profundizar sobre el tema. Viajé a Washington a
colaborar con la Organización Panamericana de la Salud y en la creación de la
Coalición Interamericana para la Prevención de la Violencia; también ayudé a la obtención de un crédito del
Banco Interamericano de Desarrollo para prevenir la violencia en Cali, Bogotá y
Medellín. Después de 3 años, regresé a Cali y lideré la fundación VallenPaz,
destinada a forjar iniciativas económicas en la parte rural Suroccidental de
Colombia, como alternativa frente al fenómeno de la obtención de ganancias rápidas
a través de la operación subversiva o de la producción de drogas ilícitas.
Años después, sin embargo,
me percaté de que no existía antídoto contra la actividad política y decidí
lanzarme por segunda vez para la alcaldía de Cali.
Cuando asumí nuevamente, en
enero 1 de 2012, encontré una ciudad diferente. Cali había crecido de 1.8 millones
en 1994 a 2.4 millones de habitantes. La mayor parte de la gente nueva eran
migrantes, principalmente de la Costa Pacífica colombiana y de áreas rurales
circunvecinas. Después de años de administraciones municipales incompetentes y
de un alcalde destituido, la autoestima colectiva estaba caída y el desempleo
había subido del 6.9 % en 1994 al 13% en el 2013. Aunque los grandes carteles
de la droga habían sido desmantelados en los 90s, sus estructuras sobrevivientes
se habían fragmentado en mini-carteles que operaban principales en ciudades
como Cali y Medellín. El negocio de la droga seguía vigente y habían surgido
nuevas modalidades criminales, tales como las pequeñas “vacunas”, pagos
exigidos por las bandas para permitir la actividad de pequeños comerciantes y,
a la vez, para controlar los canales de distribución de droga al interior de
las ciudades.
La buena noticia era que la
Policía se había convertido en una institución profesional y confiable. La tasa
nacional de homicidios había bajado de 79 en 1991 a 36 en 2011, pero la de Cali giraba en torno de
80, comparada con 22 en Bogotá y 70 en Medellín.
Inmediatamente, restauré los
consejos semanales de seguridad y pronto nuestro análisis estadísticos
mostraron que la proporción de homicidios producto de conflictos
interpersonales tales como las riñas y los desmanes ocasionados por el alcohol
habían disminuido en comparación con el período 1992 – 1994; pero los
asesinatos que nosotros clasificábamos como crimen organizado – premeditados,
que incluían armamento sofisticado- daban cuenta del 67 % de las muertes
violentas en el 2012. Las cifras estaban indicando que ese crimen organizado
estaba ocupando un rol preponderante, pero también mostraban que las
desigualdades sociales se habían agravado desde mi primer período.
Presentamos nuestras cifras
al gobierno nacional y le sugerimos la creación de grupos especializados de
investigadores criminales, policías y fiscales para poder desmantelar las
bandas criminales. Mi administración también inició un ambicioso plan de
inversión en 11 barrios que albergaban un total de 800 mil personas, 26% de
ellas viviendo en pobreza y otro 6.5% en extrema pobreza.
El plan así concebido,
llamado TIOS – Territorios de Inclusión y Oportunidades- aún sigue vigente.
Apunta a un acercamiento territorialmente focalizado para combatir la pobreza,
con énfasis en zonas empobrecidas y empoderando a sus residentes locales para
asumir roles relevantes. Los trabajadores sociales se empeñan en el
mejoramiento del nivel de ingresos, en la extensión de jornadas escolares, en
la promoción de actividades deportivas y
culturales, en la mejora de las viviendas, de las condiciones de salud y de
educación. También enseñamos sobre competencias parentales, relaciones
familiares y formas pacíficas de resolución de conflictos.
Articulando nuestro accionar
con el del gobierno central para enfrentar el crimen organizado, de nuevo
logramos hacer descender los niveles de violencia; la cantidad de homicidios en
Cali pasó de 83 en 2012 a 62 en 2014, tendencia que se ha conservado; la cifra
de homicidios en el primer trimestre de 2015 es inferior a la del mismo período
en cualesquiera de los 12 últimos años.
Todas estas acciones policivas
y sociales coordinadas han ayudado a prevenir los eventos criminales; un buen
ejemplo de la estrategia lo constituye la Comuna 6, que alberga a unos 212.000
residentes, principalmente de clase media. Como consecuencia de nuestra
intervención, en su doble dimensión policiva y social, los homicidios se
redujeron en un 44% en el lapso de un
año, pasando de 160 en 2013 a 89 en el 2014.
La aproximación desde el
enfoque epidemiológico como respuesta para reducir la violencia está pasando la
prueba también en otras ciudades de Colombia y del continente. Los
observatorios sociales -esa prolongación de nuestros consejos regulares de
seguridad- constituyen un factor esencial de entendimiento del fenómeno. El
Banco Interamericano de desarrollo, la Agencia Internacional para el Desarrollo-
AID- y el Banco Mundial, entre otros, ahora recomiendan que ciudades y países
implementen este tipo de observatorios cuando pretendan obtener un soporte
financiero para trabajar en programas de prevención de la violencia. Hoy en día,
cuatro de estos observatorios del nivel nacional y muchos más del nivel
municipal se dan cita de manera sistemática en 26 países y ciudades del
continente americano.
Un estudio publicado en el
Diario Internacional de Prevención de la Violencia y Promoción de la Seguridad
encontró que en Colombia los homicidios se redujeron en 22 ciudades durante el período
de los tres años transcurridos luego de que tales observatorios fueron
implementados. Pero subsiste el tema de que los diferentes países tienen una
diversa definición del crimen y de la manera de recolectar la información
relevante sobre la materia, lo que dificulta su cabal comprensión. Y para
superar el impasse, el Banco Interamericano de Desarrollo está apoyando un
proyecto de estandarización de los indicadores de violencia a lo largo y ancho
de las américas.
Voluntad política como factor prioritario
Usando una estrategia
epidemiológica para ayudar a solucionar un tema social parecería algo sencillo,
pero no lo es. La primera lección que aprendimos es que tal estrategia requiere
de una firme voluntad política, pues de
ella depende contar con funcionarios públicos dispuestos a hacer cosas que
preferirían no hacer, por su condición de impopulares, tales como cerrar bares
y cantinas y prohibir el porte de armas de fuego. Revelar públicamente las
cifras del crimen también sería algo incómodo, pero es esencial, tanto como lo
es para los economistas basar sus estrategias de mejoramiento luego de exponer
sus datos de desempleo y del producto interno bruto. Datos en materia social,
como los de la violencia y la educación, son ahora publicados periódicamente en
varias ciudades colombianas por organizaciones independientes como “Cali Cómo
Vamos”, que de alguna manera logran medir la gestión de alcaldes y funcionarios
con cargos de responsabilidad.
La segunda lección es que no
existe un programa uniforme en la aplicación de los métodos epidemiológicos en
los temas sociales porque las ciudades y los países cuentan con distintos
factores de riesgo. La observación y manejo del comportamiento estadístico debe
adecuarse a la problemática particular de cada lugar, para orientar cabalmente
el accionar de los funcionarios públicos.
El proceso también requiere
paciencia y perseverancia. Algunos factores de riesgo podrían ser controlados
rápidamente, como en los casos de la prohibición de armas de fuego y la
restricción a la venta de alcohol, pero medidas como el mejoramiento de los servicios
policivos y de policía judicial, toman más tiempo; pasos como corregir la
desigualdad social o el establecimiento de correccionales y centros de atención
al menor requieren, además de tiempo y de paciencia, de un considerable soporte
en materia de recursos.
La violencia urbana es
socialmente regresiva porque principalmente afecta a los más pobres y la
función pública de combatir el crimen se consume siempre una buena parte del
presupuesto, que bien podría utilizarse, precisamente, en la erradicación de la
pobreza. Pero la prevención de la violencia deberá ser, en todo caso, una
prioridad para la humanidad entera.Ω
[1]
Artículo publicado en
la revista “Scientific American” de Septiembre 17 de 2015 Traducido por Jorge
Echeverri y Esteban Ortiz.
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