De pajareo en la vía a Cristo Rey


De pajareo en la Vía Cristo Rey 

Son las 6:00 am. Recién despunta el día. Hoy me propongo ir a ver aves. Están en todo lado, revolotean siempre libres y no se dónde ir para lograr captarlas. Mientras decido, un termo lleno de café va de copiloto. Empezamos el día con cierta indecisión, no se cuántas aves lograré ver, espero que la cafeína mejore mis habilidades.

 

Adormilado, lo admito, empiezo a subir hacia Cristo Rey. Asciendo para verlas libres en los farallones de Cali, en la meca del pajareo mundial. Un gran ornitólogo, Frank Chapman vino en 1911 a estudiarlas, yo apenas, 110 años después, vuelvo a hacer lo mismo. Existen varios lugares posibles, el mariposario Andoque, el propio Cristo Rey cerrado por remodelaciones poco austeras y luego el centro recreativo Yanaconas, antes un convento de una comunidad religiosa. 

 

En este juego de lugares posibles, se me despiertan las ganas de ir hasta el Danubio, a pajarear a Peñas Blancas. Allá donde hace 5 años descubrieron una nueva especie para la ciencia y para el país. Sería una hora y media más, pero el "Tororoí bailador" requiere todo un día de esfuerzo, y una madrugada mayor, en otra oportunidad será. 

 

Veo un letrero que dice “Yanaconas a 11 Km”. En ese momento, en un principio de realidad, digo que no le voy a meter más gasolina a mi devaneo. No tengo mucho tiempo disponible y, realmente, el café no alcanza para tanto.  

 

Empiezo a buscar un recodo donde detenerme. Encuentro una entrada a una finca. Me prevengo de no obstaculizar el ingreso a nadie, no quiero distraerme. Aunque me alejaré un poco del carro, prefiero no estar atento a esas vainas. Pajarear tiene eso: alejarse de las certezas, de las comodidades, para abrirnos a otros reinos fantásticos, parecidos al de Alicia, al de Narnia, al de Mordor, donde emergen otras realidades, otras criaturas, otras simbologías.

 

La urbe no me deja ir, me persigue. Precisamente empiezan a pasar ciclistas, algunos relajados conversan, otros más apremiados jadean. Van y vienen los “Buen día”, “hola”. Incluso una que dijo, “¿está pajareando?” y deja una estela con su sonrisa. Trato de concentrarme. Me planteo: ¿o saludo ciclistas o pajareo? No tengo mucho tiempo, debo devolverme en una hora y media. Con el perdón de todos, seguiré en modo “no saludar”, emerge el egoísta, el trémulo, el misántropo que infortunadamente muchas veces termino siendo. 

 

Empiezo a mirar hacia los árboles. Los veo en buenas condiciones, se ven naturales, sin intervención humana, si fuera un ave ahí me posaría. Como fotógrafo siempre se busca lo no intervenido, lo no tocado, lo más natural posible. 

 

Acerco los binóculos pero cojo mejor la cámara, en mi caso, la fotografía siempre gana, prefiero tener un registro de algo, no le tengo fe a mi memoria. Hay varios tipos de avistamientos, el fotográfico es uno de ellos, no es el más común, pero les garantizo que todos los neuróticos nos refugiamos ahí. 

 

Me pongo en donde le esté llegando el sol a los árboles, me desconcierta que sea tan excesivo a esta hora del día. 7 am. Mucha luz, demasiada para mi gusto ¿Será efectos del calentamiento global? Ummmm

 

Precisamente a mis espaldas, en la cañada, se oyen cantos, trato de identificar los sonidos, no volteo a ver, está oscuro ese lado. Lo oculto siempre es tentador, pero en modo fotógrafo es todo un desafío, toda una lucha, una utopía. Los fotógrafos jugamos con la luz, jugar sin ella es un desafío mayor . 

 

Otra vez escucho un ruido entre los árboles, infortunadamente es para el lado erróneo. No se pueden tomar fotografías hacia el sol, serían desafortunadas, de sólo siluetas, donde el detalle de los colores de las plumas, los picos, el ave misma serían difícil de reconocer, esto último es importante para poder identificarlas. Saber siempre quién era es parte del juego con las aves.  

 

Me concentro en el lado donde el sol se refleja. Decido que todo lo que esté ahí será registrado fotográficamente, atrás, a mis espaldas será auditivamente registrado. 


Al fin un movimiento en la copa de los árboles, el ave se mueve rápido, apenas voy sacando fotos, estoy seguro que ninguna es buena, espero que se exponga más. Poco a poco trato de identificarla, se detiene ante un musgo, lo picotea intensamente. Se gira, está desprevenida, luego me mira y se deja tomar una foto. Cuando se están alimentando es cuando se detienen un poco, ahí se dejan fotografiar, ese es el momento dulce, desprevenido, gozoso para los fotógrafos. Se pasea entre las ramas, se expone mejor, la neurosis aparece: ojala el iso no esté muy alto. Al fin creo que logro identificarlo, es el mosquerito caridorado, sus cejas amarillas son inconfundibles, además es común verlo por estas zonas. 

Me dispongo mejor, busco un lugar donde pueda captar la parte alta de los árboles. Espero un rato, llega una bandada mixta, muy enramada está, consigo verle unas partes a la magnífica tangara dorada. En los farallones es frecuente verla, es amarilla como el sol que sigue alumbrando, como contraste en su cachete se forma a veces un corazón negro. 


Luego, aparecen entre las ramas dos fantásticas tángaras girola, de mis favoritas. Tienen los colores muy bien definidos: rojo en la cara, azul en el cuerpo y verde en el lomo. Una girola saluda entre ramas un par de segundos, la capto en ese momento fugaz. Creo que tomé un par de buenas fotos. Las certezas de ese momento se pueden deshacer cuando realmente se revelen las fotos. En fotografía la calidad es asi: lo que creíamos bueno suele ser mediocre, lo que vemos mediocre en cámara será generalmente malo, muy malo. 


Cambio de actitud, me voy encarretando con las fotos, ya tengo el mosquerito, la dorada, la girola, buen botín hasta ahora. Se me posa un saltador juvenil, todo un loco que se expone más de la cuenta. Lo reconozco por su pico que tiene varios colores y las cejas, otro con cejas inconfundibles. 


Entre el matorral se oye un cantico, no logro identificarlo. Lo grabo, tengo la sensación de que es nuevo para mi ese canto. En unas horas más tarde puedo efectivamente comprobar que era una especie nueva para mí. Ya por lo menos la escuché, ahora a buscarla con una buena foto. No logro verla, es una furtiva, me queda su canto, su registro, me falta aún su imagen. Lo que pudo haber sido es parte del encanto y del esfuerzo que alienta el futuro. 

 

Luego de pajarear 40 minutos, a la vera de esta reconocida vía a Cristo Rey, vuelvo al auto, a la certidumbre, constato que todo esté bien. Hago un recuento mental de las especies de aves que registre, tanto en audio como visualmente, no fueron muchas creo que 22 en total. Dejo los instrumentos claves al lado, los binóculos poco usados y la cámara encendida, por si se ven más aves. Aflora en mi una sonrisa, la certidumbre de haber empezado bien el día. Me devuelvo a la ciudad y me dirijo a comer arepas al pie de la vía. El maíz, fruto excelso de este conteniente americano, es la recompensa de esta mañana. Con una arepa de 2 mil pesos colombianos terminaré las ultimas dosis de café. 

 

Empiezo así mi día, con la mente enfocada, 22 especies registradas, una nueva para mí y la sensación de haber tenido un encuentro cercano con estas aves casi mitológicas, que se salieron de su reino para avistar el nuestro. 

 

Hasta una próxima y azarosa pajareada.




 

 

 

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