CRÓNICAS DE NUEVA YORK - PARTE III
CRÓNICAS DE NUEVA YORK
PARTE III
El Parque Central y los museos
En medio de Nueva York
está Manhattan, que significa literalmente la Isla. En ella, además de
megaestructuras, un sistema de transporte complejo y millones de personas
en tránsito -ya que sólo algunas pueden darse el lujo de vivir ahí-, existe un gran brochazo verde, un corazón ambiental, ubicado
precisamente en su centro. De ahí su nombre: el parque central.
Un lugar de todos y
para todos. Un oasis verde para los habitantes permanentes y una zona increíble
para los visitantes esporádicos de esta metrópolis. Donde se siente la
naturaleza en todo su esplendor, pequeñas quebradas y lagos que parecen espejos
detienen a los edificios que se asoman por entre los follajes. Espacios como
este recuerdan la idea de habitar plenamente la ciudad, donde cualquier
persona, independiente de su condición social, puede sentir, estar, comer y
porque no, apropiarse de su espacio con una reparadora horizontalidad.
En el parque central de
Nueva York se respira un aire distinto, es como si se dejara de estar en el estrés mismo que se vive en la gran manzana. En medio de este verde existen para sus
visitantes, ensoñadores senderos, entrelazados bicicarriles, risueños parques
infantiles, idílicos lagos con botes, quebradas con puentes antiguos, espacios
para el encuentro, lugares para renovar el espíritu. Tan solo una manta basta
para recostarse en el abullonado césped que parece el de un campo de golf, la
diferencia con un club social nuestro es que es abierto, gratuito, equitativo,
y poderosamente cívico.
Alrededor del parque
central y su propuesta ambiental, se encuentran las mayores atracciones
culturales de la ciudad. Como todas las grandes ciudades, se han preocupado por
educar a sus ciudadanos y ofrecer espacios de identidad y de referencia social.
El Zoológico, el Museo Metropolitano, el Guggenheim y el Museo de Historia
Natural se despliegan para ofrecer lo más selecto y granado de la cultura
universal. En estos espacios se vislumbra la magnitud de ser la potencia del
final del siglo XX, pero con referencia a otros museos del mundo tan solo los
emula. Aún así vale la pena recorrerlos sin prisa y sin pausa.
Con sinceridad, en los
museos me abriga una sensación ambigua. Por un lado, son claramente la
expresión del adueñarse -por las buenas o por las malas- de las grandes civilizaciones antiguas. Por otro lado, permiten
tener una ventana muy bien preservada a culturas a las que sería muy complejo
visitarlas por su dispersión y en algunos casos por sus conflictos internos y
eternos. La idea que venden, desde la misma entrada, es que visitarlos ayuda a
la conservación y a la investigación. Siempre que ingreso a un museo hago un
acto de fe sobre sus motivos altruistas y, gracias a mi olvido -de corto plazo-
continúo absorto en lo que veo, siento y me emociona.
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