El titiritero

EL TITIRITERO
a Rafael Erazo

Parte 1. La llegada 

La llegada a Buenos Aires fue un caos. El vuelo desde Bogotá estuvo turbulento y largamente extenso. Las piernas apenas podían mantenerme de pie y la molestia mayor se dio cuando descubrí que la maleta, con mis cosas personales, no había llegado.


Siempre había viajado con maletas convencionales de lona, de esas que se vuelven pequeñas o más grandes en la medida de las necesidades. Yo traía una de tamaño mediano con algunas pertenencias básicas, de esas que no se podían perder, pues recuperarlas era demandante, costoso y sobre todo aburrido. La señorita de la aerolínea me dijo que volviera en 3 horas, para que me entregaran mi maleta, “debe ser una confusión en el despacho”, explicó.

Decidí permanecer en el aeropuerto, la reserva del hotel esperaría sin problema, pero yo tenía mucho cansancio acumulado. Quería asearme, tomar un baño, afeitarme y echarme a dormir. Nada de eso era posible por ahora. Para evitar que mis molestias subieran de tono, había decidido no esperar las tres horas sino que a las dos horas me presentaría ante la oficina de equipajes de nuevo.

A las dos horas volví, y me entregaron una bolsa gigante donde se suponía debía venir mi maleta. Por el cansancio no abrí la bolsa y más bien cogí un taxi que me llevara al Waldorf, un hotel que había buscado con cierto detenimiento. Pues desde hace años había constatado que mi turismo era de carácter nostálgico. En este caso, me encantaba ir a grandes hoteles que habían sido prestigiosos, afamados y de lujo. El Waldorf coincidía con ese melancólico libreto.

Buenos Aires encerraba varias fantasías, era de esas ciudades que ansiaba conocer, que moría por recorrer y de la cual me había obsesionado. Durante muchos años jugaba con las palabras buenos aires, pues me parecía siempre ambiguo, pues muchas veces lo que quería buscar ahí era precisamente sus malos aires, su lugares oscuros, sus melodías, sus llantos, sus historia recurrentes de abandono y en definitiva su carácter de puerto maldito por antonomasia. 

Para mi Buenos Aires significaba el retorno a lo lúgubre, el encuentro decidido con el tango, una sonoridad decadente, llena de años, moho, lástima y desconsuelo. Esa era la verdadera razón de mi presencia en Buenos Aires. Recorrer algunos de los suburbios buscando la sombra de quienes en su época fueron aclamados por todos. Hacer crónicas de estos personajes era mi excusa real de estar ahí. Mi editor del diario El Ciudadano le había parecido bueno darme ese regalo, pues ganarme el premio de mejor crónica del año pasado se le había medio olvidado y tres días en esta ciudad le parecían más que suficiente.  
-          Señor taxista conoce ¿dónde puedo oír buenos tangos? Pregunté en mi lento acento colombiano.
-          “Che, eso te lo responde mi abuelo, y mi abuelo está en el cielo” y agregó al decir “tal vez en este chivato hotel te ayuden”. Rezongó al ver que no le pagué de más por ser turista.

Así me dejó en la puerta bastante deteriorada y decadente del hotel Waldorf. Entendí que como en otros lugares, la gente desconoce donde vive, y más bien es un extranjero de su propio territorio.  

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