Olor maldito
Por Esteban Ortiz

A propósito de estos calores insoportables, caminar por Cali siempre ha sido una experiencia única. A diferencia de otras ciudades del mundo donde los ambientes urbanos son previsibles, como de postales, en nuestra ciudad caminar puede ser un acontecimiento único e irrepetible. No propiamente por el esfuerzo de hacerlo, sino por las escenas que suceden. En efecto, transitar por Cali es estar abierto al sopor, al azar y en este caso a los sentidos.

Como siempre, esta mañana fue distinta. Por mi parte le hacía quites al sol, marchaba por la acera derecha del rio Cali y buscaba protegerme por los árboles de la ribera. Unas cuantas bancas vacías, dos recicladores en su cuento, y uno que otro atleta haciendo sus movimientos gráciles, eran las escenas de un calor que amenazaba in crecendo.

Mi preocupación por las personas que deambulaban cesó de repente, cuando de un momento a otro un hedor me envolvió, lo que estaba a mi alrededor se nubló y un vaho hediondo invadió toda mi caminata. Mis gestos, como los de un niño ahogándose, fueron proféticos. Mi cara se contrajo, la nausea apareció. Las ganas de salir del paso eran incontrolables. El asco era aterrador, era insoportable. Preferiría no haber transitado nunca por ahí. ¡Que porquería! Gritaba ¡Que mierda! Pensaba.

Di tres zancadas alejándome del lugar, y esperando que más allá hubiera desaparecido el olor. Inspiré con algo de temor y mis papilas nuevamente se abrieron a la experiencia, ciertamente el olor permanecía ahí. Estaba rodeado, estaba aprisionado. El descontrol, junto a dos arcadas, se apoderaron de mí. La pestilencia parecía no desaparecer y mi experiencia en ese punto se hacía cada vez mas desesperada.

Miré alrededor como buscando desahogo. La calle amenazaba, pues los carros impedían cruzarla. Volteé la cabeza hacia el otro lado, y seguí el cauce del agua para buscar una salida. Mis pasos fueron más veloces. Todo lo que fuera humano, casi humano o cercano a lo humano había que evitarlo. No respiraba, mantenía el aliento, esperaba con ansías terminar con el sufrimiento. Por fin vi, más allá, que apareció una vegetación. Exhalé. 

Recordé a mi profesor de filosofía Miguel Antonio Caro que nos dijo una vez que "el olor era realmente una molécula que se nos pegaba en las narices y que realmente nos tocaba físicamente y que se quedaba ahí". Maldita explicación esa que no se me olvida nunca, vaya recuerdo de mi profesor de filosofía. 

Más adelante, paré al fin y revisé mis zapatos para constatar que no estuviera pegada esa plasta purulenta. Sin embargo, otro pensamiento a modo de bálsamo apareció. Olvidé súbitamente el sufrimiento y con una sonrisa en el rostro, recordé que el mejor método para resguardar la droga es camuflándola con excrementos humanos, ni la policía ni cualquier transeúnte se meterá a indagar sobre este cargamento.

Con algo de sorna, pensé: “Pobres tipos los que se meterán esa droga esta noche. Sus sentidos se incrementarán, su respiración se alterará, y jamás se imaginarán que su droga maldita, estuvo cercana y recubierta todo el caluroso día de una mierda humana”.

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