Extrañas herramientas: Precursoras de la escritura
Extrañas herramientas: Precursoras de la escritura
por Esteban Ortiz
Por extraño que parezca el cincel, el formón
y la pluma de ganso son herramientas que fueron perfilando mi afición por
escribir.
Algunos años atrás miraba a los trabajadores de mi padre, su maestría
con las herramientas de construcción era prodiga. Martillos, clavos, serruchos,
plomadas eran usados como juguetes por esas manos cargadas de oficio. Uno de
estos objetos fue el cincel. Su forma no arrojaba mayor interés pero sus
efectos eran más que sobresalientes, la labor de surcar los materiales es una
viva expresión del arte. Por esto se les llama: “maestros”, así sean maestros
de obra.
Alguna vez tuve la responsabilidad de tumbar
una pared en la casa, mis padres querían quitar una puerta y en su reemplazo
dejar una espacio más amplio de transito. Me brindaron la oportunidad de
derribar un muro, a pesar de las imágenes que pueden surgir al leer: “quitar
muros”, la labor fue más complicada de lo que pensé.
Al principio ubique rápidamente los materiales
necesarios: un mazo y un cincel. A pesar de mi intensa provocación de tumbar la
pared los dominios sobre el cincel eran bastante precarios. Muchas veces estuve
cerca, más bien, de tumbarme mis propios dedos.
Al principio pensaba que la fuerza era la
responsable de la labor, sin embargo en ese tiempo no sabía de mañas, aquellas
extrañas maneras de obtener resultados sin demasiado esfuerzo. La demolición
avanzaba lenta y poco segura, mis dedos se veían amenazados cada vez más.
Decidí pedir ayuda, fue así como aparecieron unos trabajadores y me mostraron
aquellos trucos que con el oficio solo se aprenden.
El uso del cincel fue una destreza que nunca
aprendí. Alguna vez vi a los famosos “Picapiedra”, ellos escribían usando un
mazo y un cincel, a pesar de lo cómico de la imagen me parecería absurdo que
uno empleara estos materiales para escribir.
Un material más cálido atraería mi atención.
La madera era algo que me encantaba, su contraste con materiales más duros y
hoscos, su intenso olor mezclado a pinturas o a lacas, y sus colores y vetas
que hablan de muchos años de existencia; son imágenes que perduran y enmarcan
esa primigenia admiración.
A la edad de 12 años, vi en una revista de
actualidad una linda mesita acompañada de las instrucciones para su hechura.
Inmediatamente llame a mi padre y le dije que deseaba realizarla.
Haciendo eco a mi propuesta mi padre contactó
a un maestro de obra, él supuestamente me enseñaría a realizar esa mesita. Una
tarde mi madre me llevó al lugar de trabajo, era un barrio a las afueras de la
ciudad. Allí fui depositado y como cualquier saco, arrastrado a un taller
oscuro. Cual sería mi sorpresa al ver allí objetos tan mágicos como prensas,
garlopas, taladros, martillos, formones. Además había cinco o seis
trabajadores, que entre saludos murmuraban: “cuidado con él, es el hijo del
patrón”.
Yo bien pequeño e inexperto, pero con ciertas
agallas, le dije al maestro para poner las reglas en su sitio desde un
principio: “bueno qué necesito para hacer mi mesita”. Él se rió, y me
respondió: “Mira muchacho, para que aprendas, primero tienes que trabajar en
otras cositas” Además del detestable diminu-tivo ese día aprendería lo que para
algunos es el trabajo: “un lugar donde uno hace lo que NO le gusta”.
Con las agallas ente las piernas y medio
bisoño me puse a su disposición, me dieron una lija de agua y algunas láminas
de madera. Debía lijarlas hasta que “el patrón” considerara que ya estaban
bien. Toda la tarde realicé la misma labor, lije y lije y en esas largas horas
sudé, trabajé y por ningún lugar vi la bendita mesa. No volví nunca más a ese
lugar, a mi padre le respondí que no estaba viendo mi mesita por ningún lado.
Mi primer oficio, el mismísimo del santo José
y el de viviente Gepetto, terminó rápidamente. La pereza, pensaran algunos,
pero sobre todo el no ver por ningún lado el objeto de la naciente afición
disminuyeron, más bien apagaron, la llama del interés.
El uso de la madera, y su talla se vieron
truncados a temprana edad por ciertas incompatibilidades. Por un lado yo quería
hacer una mesita; y por otro lado deseaban que aprendiera un oficio desde sus
bases, más bien castrenses. Me di cuenta, además, de mis problemas con la
subordinación sin sentido.
Ahora pienso que hay que tener en cuenta los
deseos del que quiere aprender algo. Debe haber un punto intermedio en la
educación, si un pequeño niño quiere aprender a leer un determinado cuento, la
enseñanza de la decodificación estará soportada por su necesidad.
Desgraciada-mente uno como educador se encamina generalmente a la formalidad,
al apren-dizaje de las partes, de las técnicas, de las letras, de las notas. Es
por esta idea de la gramática, entendida en su acepción más general, que a uno
se le olvida la pregunta inicial o deseo primordial del niño o del aprendiz.
Sin desconocer que la alfabetización es importante y que se necesita tiempo,
dedicación y alguna que otra ayuda externa para continuar la labor.
Sin
duda todo lo anterior es accesorio si uno desde el principio se encamina y se
monta en las preguntas, las necesidades, los deseos del que está interesado en
aprender.
Actualmente en mi país existe la preocupación
por la deserción escolar. Los niños tienen la conciencia de ir a la escuela a
aprender. Sus intereses son básicos: aprender a leer y escribir; a sumar,
restar, multiplicar y dividir.
La escuela al darle estas instrucciones queda
después sin razón, los intereses primordiales quedan satisfechos. Muchos parten
al mundo laboral, el cual los acoge amarga pero lucrativamente. ¿Por qué no se
quedan en la escuela? se preguntan muchos, porque no hay expectativas mayores
frente a lo que se puede aprender, desarrollar y hasta soñar en ese lugar. No
hay aprendizaje significativo es la respuesta, la escuela no sabe presentarle,
y muchos menos brindarle horizontes, más allá de los básicos, a estos
aprendices. Como en el ejemplo del taller de madera, se tienen expectativas que
muchas veces no son reconocidas.
Viendo truncadas mis intenciones tempranas de
aprender a trabajar la madera. Jamás me imaginé que lo que actualmente hago
tuviese que ver con ese deseo primordial. Años después, y gracias a esta
reflexión, vislumbro las relaciones primitivas entre talla en madera y
escritura: hacerle surcos a una hoja es como usar el formón en una madera. Y las
relaciones semánticas bien primitivas entre madre y madera, que reproducen una
relación primaria, una impronta imperecedera.
La Pluma de Ganso
Al ir de paseo por las fincas de algunos
amigos de la familia, me introducía en los galpones de gallinas para buscar
plumas en perfecto estado, con los amigos hacíamos concursos de encontrar la mejor
pluma. No era sencillo, la mayoría se encontraban en muy mal estado, pisoteadas
y desflecadas. Generalmente ganaba el que encontrara la “menos peor” de todas.
Un día me encontré una pluma hermosa, alta,
larga, con forma esbelta, estilizada, con sus partes firmemente pegadas. “Esta
pluma –pensé- le hubiera ganado a todas las demás”. Para evitar que sufriera
algún percance la metí dentro de mi camisa, garrafal error sería luego. La
pluma fue ignorada y cuando la volví a sacar del lugar de escondite, vi los
alcances de tener algo tan cercano, había perdido uno de sus encantos, se
encontraba como una cualquiera: “todita abierta y despelu-cada”.
Al verla, uno de los comensales expresó que
esa pluma podía servir para escribir. Yo no entendía, esa expresión, “¿para
escribir? – me pregunté- ¡si, para ese fin existen lápices, bolígrafos y hasta
colores!”. Ese mismo día experimenté eso de escribir, la remojé en tinta y
empecé a trazar letras. El resultado dejó mucho que desear, la tinta salía de
forma irregular. Después me explicaron que había que hacerle modificaciones a
la punta de la pluma para que pudiera trazar líneas más o menos continuas.
La Pluma de Vidrio
Hace poco en un lugar especializado en
escritura a mano, adquirí una pluma de vidrio. Por alguna extraña razón, me
fije cuidadosamente de que no estuviera desflecada y su punta funcionara
adecuadamente.
A veces la uso, siendo realmente singular su
modo de empleo, uno la sumerge en la tinta, la seca un poco y luego la dirige
al papel, sale un montón al principio y no se puede dejar quieta sobre el
material por que sigue saliendo tinta.
Luego de varios experimentos he descubierto
sustanciales diferencias con otros estilos, más contemporáneos, de escritura.
Usando las plumas sean estas orgánicas o de vidrio, lo que se alcanza a
escribir corresponde más o menos a una clásica oración compuesta por artículo,
sustantivo, verbo y complemento.
La correspondencia con las palabras de Octavio
Paz al respecto, es sorprendente. “La oración es la unidad más simple del
habla”, dice él que “hablamos en oraciones, pensamos en oraciones” y, según mi
descubrimiento, escribimos en oraciones, ya que la tinta no alcanza para más ni
para menos de esa extensión.
En este sentido la herramienta, el utensilio,
permite entender y estructurar el pensamiento. El problema de mi descubrimiento
consiste en que ya nadie escribe utilizando estas herramientas de escritura.
¡Si yo hubiera nacido en otro tiempo!
El Teclado
Hoy en día, esto de hacerle surcos a una hoja
es una añoranza, una melancolía, casi nadie lo realiza, por lo menos en el
mundo real; la escuela sigue siendo otro cuento.
Existen herramientas más actuales de
escritura, los teclados en vez de la pluma, los dedos en vez de la mano, la
pantalla en vez de la hoja. Es sin duda alguna una gran revolución, y por ende
deben ser otras formas de pensar, de ver, percibir y afrontar lo que nos rodea.
El salto es monstruoso, pensar en el cincel,
luego en el formón y en la pluma, para luego pasar al teclado y a la
pantalla, es un salto cualitativo,
verdaderamente, impresionante. Y eso que al momento de escribir este artículo
existen unas nuevas formas de interactuar frente a la escritura, por ejemplo
que uno le dicte al ordenador lo que quiere escribir, esa también es otra
revolución.
De un tiempo para acá no he ejercitado la
manuscritura, unos años atrás tuve la necesidad de hacerlo, fue un ejercicio
arduo. No es lo mismo escribir en un teclado que con lápiz y papel. El cerebro y por ende las ideas se acomodan al
contexto en que van saliendo. Para poner un ejemplo, la posibilidad de
corrección sobre lo escrito es muy diferente según la técnica empleada. En el
papel la forma es tachonar y escribir arriba de la palabra, el efecto para mí
de la tachadura es nocivo, me siento sucio. Por el contrario en la pantalla
borrar es tan sencillo, basta presionar unas cuantas veces el botón de “Supr” o
“Del” e inmediatamente el yerro desaparece. Esta vaina es prodigiosa y además
higiénica.
Lo difícil es explicarle a los incrédulos cómo
es eso que lo que Ud. ve no tiene una existencia palpable. Sobre todo cuando
por alguna razón lo que estaba allí se lo llevó un acto involuntario o una
bajada del voltaje y todo el trabajo no se sabe para dónde se fue. Esto último
es parecido al dilema introducido por Octavio Paz, cuando dice: “La pregunta
más difícil de responder es la de explicar cuando se apaga una vela ¿Qué pasa
con la llama? ¿Para dónde se va?”.
Cada vez nos hacen más fáciles los
procedimientos, muros más fáciles de tumbar, plumas para escritura más bonitas
y estilizadas, y hasta ordenadores que captan cada vez más nuestras
intenciones; son los retos de nuestra pretendida modernidad. A pesar de todos
los adelantos tecnológicos, nada me impide sentir, cada vez que prendo este
aparato sofisticado de escritura, la eterna pregunta ¿Cómo escribo yo?W
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