La muerte del escritor

Relato 1. La muerte del escritor 

De la serie RELATOS DEMASIADO CORTOS

Por Esteban Ortiz

No vio venir que se iba a morir. Su mirada lánguida apenas reflejaba la locuacidad de un hombre que tuvo lo que en la tierra la gente valora: ingenio, oportunidades y una vida por poco exitosa.

Su respiración apenas inflaba su costado. Su sonido era un leve silbido, de esos ruidos que a los médicos saben ponerle nombre.

Sus ojos hundidos, esquivos, huidos, apenas, sólo apenas, tenían vida. De vez en cuando un parpadeo, mostraba alguna tensión latente.

Era el de la cama 23, Su nombre no sonaba a nada y mucho menos recordaba su historia. Podía haberse llamado Gabriel, William o Juan, ni él sabía cómo se llamaba. Ya nada importaba.

Lo que importaba era el lento paso del tiempo, marcado por un ruido penetrante: un atroz tic tac. Lo único que sonaba en esa habitación era el respirador artificial. Aquel hombre tumbado, apenas tenue, sobresalía entre las sabanas. Aquellas que en algún momento habían sido blancas, estaban como pegadas a él, eran parte de él pero sin duda eran más que él. Esos trapos eran ahora su morada, su territorio, su último escaño.

De vez en cuando, sonaba la puerta de acceso. Entraba una bata blanca vestida de hombre o de mujer, de médico o de enfermera. Revisaba los aparatos, su vista se posaba sobre esos aditamentos, unos insoportables compañeros de estancia.  El paciente, o lo que restaba de él, no era ni siquiera observado. Era tal su levedad que desaparecía de la vista de quienes estaban ahí para cuidarlo. Todo se confabulaba, todo se enlazaba, era el plan perfecto: atender un cuerpo de un ser que apenas estaba presente.

Todo cambió cuando su nariz, su triste chata, hizo un ruido. Algo estertor, algo terminal y rotundo sucedió. Una exhalación cesó y su cuerpo -tan sólo un poco- se tensionó.

Ahora sí dejó de estar, al fin se liberó. Volvió a sus escritos, a sus libros. Retornó a sus relatos, sus novelas y a sus poesías. En ese momento único, pudo encarnarse en el territorio que laboriosamente edificó. Nadie, sólo él, comprendió su misión final.

Otros lo extrañan, pero él tan radical yace en su morada, donde quizo existir por siempre.

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