Lecturas y emoción: Retrato de un carácter

Lecturas y emoción: Retrato de un carácter

Por Esteban Ortiz  

A pesar de tener una colección de libros, comprados a pulso, pues en Colombia los libros son un lujo, algunos textos marcan más que otros. Su ubicación, su color, su tipo de letra, su lomo, su apariencia, son aspectos que me prefiguran, me transportan, y me presentan ante otros. Algunas personas usan espejos, otras, como yo, tenemos libros para acicalarnos, recordar y sobre todo pensar.

La Biblia

Como si fuera ayer, veo la imagen de un atril de madera y sobre él un libro que se mantenía siempre abierto. Se trata de una Biblia, que aún recuerdo en algunos sitios de la casa materna. Un libro que, como muchos otros, tiene ese don de aparecer y desaparecer a pesar de seguir ahí. Además creo que muy pocas veces lo he sostenido con mis propias manos. Es un objeto, con todo el sentido de la palabra, sagrado.

Este objeto tiene una cualidad, no se si intrínseca, de trastearse cada cierto tiempo. Se va trasladando de lugar en lugar por aquella casa. Es itinerante, se pasea siempre dentro del mismo recinto.
Sin duda alguna, este recorrido no es producto del azar. Tiene una finalidad, un sentido que desborda lo común. En los últimos años la he visto rondar por el lugar donde se encuentra la televisión. “Es como si le hiciera contrapeso al hecho de que la familia permanezca tanto tiempo al frente de ese aparato”.

Pensándolo mejor no se si el libro se trastea sólo. Habrá que pensar mejor en estas cosas no sea que esté presenciando un evento divino y que no le haya prestado la debida atención.

Pinochio

Uno de tantos libros que marcaron mi infancia fue Pinochio, una versión con fotografías reales de los personajes. Guardado en un armario, al frente de mi cama, sentía que cada noche cobraba vida. Era aterrador, me espantaba. En medio de la oscuridad, creía que sus diabólicos personajes salían de las páginas y empezaban a danzar alrededor de mi cama. Se reían, se burlaban y yo en medio del pánico, me mantenía con un grito a medio salir. Eran momentos de intensa zozobra, ese libro atormentaba mis sueños. Y a pesar de que mi madre se acercaba todas las noches y me decía: “¡Que sueñes con los angelitos!” yo tragaba saliva, y pensaba “cuáles angelitos ¡si son unos monstruos!”.

La imagen es tenebrosa y mágica, el libro se encontraba revestido de un halo que lo recubría de misterios, de sonidos, de colores que lo volvían intocable, único y viviente.
A pesar de que todas las noches sucedía lo mismo, horas de enorme de pánico, de incertidumbre; no me acuerdo en que momento dejé de pensar en esos fantasmas, tal vez los reemplace por otros. 

A pesar de las sensaciones producidas este libro marcó mi vida, fue la primera vez que sentí, la expresión descrita por los psicoanalistas como, lo abismal, aquel lugar tenebroso, que nos habita y que nos hace travesuras. 

El Marqués de Sade 

En la adolescencia me adentré a leer literatura erótica, esta clase de lectura me acompañó durante toda es época. Es increíble como las palabras puedan producir tal deseo, tal respiración, tal reacción de nuestro cuerpo.

A los veinte años me encontré con el maestro del género, el Marqués de Sade. Su libro Justine ha sido uno de los libros que me he leído de una sentada, todo a mi alrededor se obnubiló en el momento de cruzar por sus páginas, sentía que debía devorarlo, pasar por su piel, sentirlo, y así incorporarlo a mi ser. ¿Será esta una nueva pulsión llamada sadismo lector?

La experiencia de leerlo fue un acto profano, allí sentí lo cercano que estaban las malas costumbres y sus aberraciones con lo sagrado y hasta lo religioso. Pasar de las descripciones minuciosas de los actos sexuales, hasta ahora por mi in imaginados, para llegar a reflexiones elevadas cercanas al mundo de lo sublime, lo estético y lo ético. Cuando leí un título de Octavio Paz, comprendí que el marqués de Sade era un más allá erótico.

Irving Wallace

Dentro de la literatura erótica hay un autor que acaparó, aún más, mi interés por el tema. Irving Wallace escribía textos narrativos más cercanos a nuestro medio. Leí dos libros de él, primero la “Isla de las tres Sirenas” que me condujo a la pasión por los estudios antropológicos; y el libro de “La Cama Celestial”, el cual introdujo en mi la pregunta por el cómo desarrollar una sexualidad más plena.

“La isla de las tres sirenas” es un estudio que recupera la experiencia de un grupo de científicos que descubren una cultura, hasta ese tiempo, desconocida en las Filipinas. Todo el relato es muy vivo y explica las relaciones de este grupo de occidentales con la tribu. Pensándolo bien el estudio es sólo sexual pero sin duda esta lectura marca un hito ya que se pregunta por la supuesta normalidad de las relaciones humanas. Sin duda me apasionó por su capacidad de mostrar otro mundo posible: una isla, pero sobre todo unas mujeres dispuestas a todo.

El otro libro, llamado, “La Cama Celestial es un texto que gira alrededor de la temática de la enseñanza del sexo. ¿Será que uno puede aprender del sexo leyendo un libro como el “ABC”?. El libro plantea la necesidad de la ayuda de personas que tengan problemas con su sexualidad. Un grupo de terapistas sexuales que encaminan a los pacientes por la senda del deseo. El debate es interesante al igual que la narrativa encaminada a desenmarañar y proponer soluciones a problemas sobre las relaciones humanas.

Años de transición lectora

Lo erótico marcaba, pues, mis intenciones lectoras. Nunca compré un libro hasta ese entonces, pues la biblioteca era la paterna y para ser sincero, la compra de libros estaba marcada por lo que el colegio pidiera. Jamás me imagine que comprar un libro diera tal placer.

Tiempo después mi afición por comprar libros se empezó a despertar. En mis dos primeros años de medicina, ya que no hubo más, la preocupación por adquirir libros era matizada por el precio de los mismos. Hablo de los libros de medicina, estos eran bastante costosos y generalmente pasaban de moda muy rápidamente, sólo compré dos ejemplares: uno de bases fisiológicas para la práctica médica y otro de patología humana. 

En los años de medicina, me dediqué a la lectura con el fin único de memorizar. Todo lo debía aprender y como resultado casi nada aprendí. Mi memoria me jugaba malas pasadas, me costaba mucho trabajo memorizar y mucho más recordar días, semanas o meses después lo que había, supuestamente, aprendido para el examen.

Comprendí a los dos años que mis fortalezas no estaban dirigidas a la memoria sin sentido. Esta decisión produjo una gran desazón, no solo en los demás, sino en mí. Un sin sabor que produjo grandes cambios.

Afortunadamente la vida dio un giro, estudiar psicología fue la transformación de mis planes, y también, la oportunidad de trabajar en lo que yo anteriormente había relegado a los ratos de ocio. En pocas palabras, la decisión recalcó una vieja idea: “solo el que logra conjugar el juego con el trabajo puede encontrar una salida a la encrucijada del sentido de la vida”. Yo en psicología sentía que estaba jugando y estaba trabajando, esta pasión con sentido es la que ha sido un motor para seguir adelante en todos y cada uno de los proyectos que he iniciado.

En esta nueva carrera me encontré con los textos que en bachillerato habían colmado mi atención. Textos que iban desde la filosofía más clásica hasta la biología menos pura. En estos momentos pienso en que una buena forma de elegir profesionalmente una carrera es pensar en qué tipos de libros han marcado el camino lector.

Sigmund Freud

Volviendo al hilo de la narración fue en la psicología cuando me aficioné de veras a la lectura. Pero yo no era un lector cualquiera, no leía las lecturas impuestas, únicamente tomaba las que a mi parecer tenían mayor importancia.

Paralelamente sostuve un intenso romance con mi psicoanalista de cabecera, su nombre: Sigmund Freud. Un autor que leí a más no poder, su discurso o más bien sus discursos, apasionaron los años de la carrera. Me pregunto ¿Por qué no seguí por ese camino? Tendría que ver con el mundo de la medicina, el de las comunidades centradas y cerradas sobre sí mismas, o simplemente porque mi afición a Freud fue más teórica que práctica. Ese es un camino que no entiendo muy bien porque lo dejé.

Con Freud me apasionó el género de la biografía, he leído varias de él en distintos idiomas: La de Ernest Jones, la de Peter Gay, la de Maud Manonni. También he visitado las casas que habitó, en Viena estuve por lo menos cuatro veces sintiendo esa atmósfera de su reconocido Bergasse 19. En Londres fui dos veces a su última morada. Las personas que me atendían en estas casas-museos no entendían muy bien a que iba, yo me quedaba horas sentado, mirando y sintiendo y muchas veces tenían que decirme muy cortésmente, “que pena señor vamos a cerrar” Yo un poco adormilado asentía con la cabeza y salía tristemente.

Este hombre con su obra y, sobre todo, su vida es una pasión que no logro entender. Cada vez que tengo una idea en mente, siempre me pregunto: ¿Qué habrá dicho Freud al respecto? Me dirijo a sus obras completas y busco en su índice, muchas veces no encuentro nada, otras veces sí y leo su parecer. Es el recuerdo del maestro el que me acompaña. Ningún otro autor tiene ese poder sobre mí y me inspira de esa forma.

Umberto Eco

Por el ámbito discursivo de la carrera las lecturas estaban muy encaminadas hacia el tema teórico, el ensayo, el artículo científico, el libro de consulta. Sin embargo, esta manera de concebir el saber sufrió un vuelco impresionante cuando alguien no recuerdo quien me recomendó “El Nombre de la Rosa”. Al principio, no le paré muchas bolas, pero las palabras quedaron revoloteando y zumbando a la vez. Luego salió la película dirigida por Luc Besson y actuada por, el célebre, Sean Connery.

Poco a poco se le iba haciendo un preludio al libro, se iba preparando el encuentro. Además cuestiones y elaboraciones teóricas sobre considerar el “yo” como un “yo-feudo” me llevaron a introducirme a la máquina del tiempo y desplazarme a la mágica edad media. Reconocidos autores como George Duby o Jacques Le Goff me permitieron teorizar sobre ese concepto por mi inventado: el “yo-feudo”.

Con este ambiente me puse a leer “El Nombre de la Rosa”. Este texto llevó a posponer los estudios por unos cuantos días mientras lo acababa.A pesar de los derechos que como lector tengo, en especial al de saltarme las páginas según Daniel Pennac. Yo no me saltaba ni las páginas, ni los párrafos, ni las oraciones, ni las palabras y muchos menos las que estaban en latín. Quería leerlo completamente fue un largo clímax y al terminar la novela sufrí la terrible sensación de que la lectura no iba a ser para siempre. Para estos desesperados casos –pensé- debería haber un trabajo, obviamente remunerado, que fuese: “quédese en el libro para siempre, léalo y reléalo cuantas veces lo considere, cada vez que hable hágalo siempre refiriéndose exclusivamente al libro, tranquilo quédese viviendo en él”.

Que sublime ha sido encontrarme con libros que lo sacan a uno de la realidad y lo sumergen en otra. “Que gran emoción, que gran estado de alucinación” La lectura como un estado de alucinación ¿será bueno o malo? Que tal que haya, en un tiempo futuro, tal arraigo por la lectura en nuestro pueblo, que un día un trabajador le diga a su patrón: “que pena señor eso no lo puedo hacer porque estoy leyendo un libro que me tiene comprometido”.

Volviendo con Eco y su libro, las reacciones fueron obvias: ir a una librería, seleccionar y comprar, en la medida de las posibilidades, sus libros. ¡Es que se lo merecía!

Sus libros de ensayo han sido motivo de intensa reflexión, su “Lector en fábula” como texto sobre la lectura. “El signo de los tres” donde desarrolla su teoría de la lectura como abducción. “Apocalípticos e integrados” que busca la reflexión sobre la mass-media. En fin, tantos y variados textos que me llevan a considerar ser, sin temor a decirlo, un fanático de Umberto Eco.


Pero a pesar de sus excelentes ensayos, sigo considerando que el “Nombre de la Rosa” es una novela sublime. Muy pocas veces podré sentir algo igual, es un amor que se quedará allí, escondido en un rincón que él mismo creó. Este libro es como una “rosa” imperecedera, una flor esperando que sea abierta mil y una vez W

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